Lluvia

El cristal estaba frío al tacto. Llevaba toda la tarde y casi toda la mañana lloviendo, lo raro habría sido que al posar la frente contra el cristal no le hubiera recorrido por la espalda el escalofrío que sintió.

No le molestaba. Al contrario, el frío le venía bien. En momentos como ese le gustaba sentir el frío duro y seco del invierno. Le hacía pararse a pensar, le aclaraba las ideas enmarañadas que revoloteaban por su mente. Ideas que, de repente cayó en la cuenta, eran la causa de que se encontrara irritable e inquieto.

Le gustaba oír llover. El suave ruido de las gotas al repiquetear contra suelo era mejor que ponerse música relajante. Era un bálsamo que le traía sosiego y paz a su espíritu. La lluvia le calmaba. Era como si fuera un obligado descanso mental, uno que obedecía de forma instintiva sin ni siquiera proponérselo.

Había gente a la que las tormentas la agobiaban. Gente que tenía pavor a los rayos y a los truenos, que se encogía cuando veía caer los relámpagos. Él no podía entenderlo. Para él la lluvia era un paréntesis en su vida, un momento de calma y tranquilidad, un momento para respirar hondo y encontrarse a gusto consigo mismo. Para él la lluvia era una amiga, no una enemiga a vencer.

Así que había escuchado cómo llovía, y se había parado en medio del pasillo, a medio camino de ir a algún sitio, y había apoyado la frente contra la ventana. El frío que irradiaba el cristal había entumecido su frente. Luego, su mejilla.

Las gotas de agua resbalaban por el vidrio suavemente, sin prisa. Seguía lloviendo, pero lo hacía como lo había hecho durante todo el día, de una forma sosegada, casi paciente. La lluvia no tenía prisa. Así que las gotas caían, pero se quedaban la mayoría como pegadas al cristal. El saliente del tejado lo resguardaba de que la lluvia corriera en rápidos regueros por su superficie, así que las gotas parecían inamovibles en sus posiciones, testigos quietos de esa tarde invierno.

Pero seguía lloviendo, y de repente una gota, a la que le había caído otra encima, se hizo demasiado pesada y grande, y resbaló. Resbaló tejiendo un surco cristalino que partió en dos la mojada superficie del cristal, rompiendo en un momento la estampa perfecta de gotas fijas.

Y seguía lloviendo. Con calma.

Abrió los ojos que había cerrado segundos, minutos antes. La calle, en penumbra, solitaria, reflejaba la tranquilidad que había en esos instantes en toda la ciudad. Llovía, así que no había prisa por ir a ningún lado. Llovía, así que a nadie le apetecía salir fuera, se estaba por el contrario mejor dentro, calentito.

Aunque, no estaba completamente sola la calle. Porque un barquito de papel giraba en ese momento la esquina, navegando orgullosamente erguido a pesar de la lluvia. Navegaba erguido, surcando con bravura los altibajos de la calle, de la acera. Navegaba con el desparpajo de un marinero experto, aunque por las apariencias no debía de ser más que un crío de siete añicos. Era gracioso verlo surcar ese río en miniatura que era la calle, siendo como era tan pequeño. Tan renacuajo.

"Menudo travieso", pensó. ¿A quién se le ocurriría salir a navegar con esta lluvia? Todo el mundo sabía que cuando llovía, uno se quedaba dentro, seco y calentito. "Pero a éste le da igual. Éste es un aventurero."

Y el chico de la ventana, el chico al que le gustaba la lluvia porque lo calmaba, sonrió.

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