Tambores



Tambores. Tambores sonando, fuertes, altos, claros; con una vigorosidad, con una... poderosa cadencia que hablaba de otras épocas, que evocaban pensamientos y lugares antiguos, olvidados por la psique humana. Eran los primeros tambores que oía de sea manera, en directo, y los tocaban con fuerza, con precisión, con seguridad. Su sonido me atrapaba, como si hubieran tejido una poderosa tela de araña a mi alrededor en la que yo había caído sin ni siquiera darme cuenta. O como si se tratara de un hechizo poderoso, antiguo, sutil, que te envolvía en su abrazo hasta que finalmente estabas mirando, hipnotizado, hacia el frente, con los ojos fijos, sin poder moverlos, sintiéndote cautivado por ese momento mágico, único, irrepetible, grandioso.

Mirando hacia delante, disfrutando de la sensación de ese momento, viviéndolo intensamente; un momento que era un regalo inesperado que no habías esperado ni soñado encontrar. En una sala mediana de un teatro pequeño, modesto, con las luces del público apagadas, en la semioscuridad que producían los focos que alumbraban intensamente el escenario. Un escenario que era de madera; un escenario joven, pero intensamente utilizado. En él se encontraban las dos figuras algo menudas, masculinas, una al lado de la otra, tocando unos tambores que no parecían simples tambores, una música de la que no puedo recordar el nombre, pero que parecía tan vieja como la misma tierra, como la misma humanidad.

Sincronizados al unísono, sin fallos apreciables, alternándose uno y después el otro, los dos tambores hablaban a la multitud con su cadencia poderosa, sublime, llena de altos y bajos, de momentos tranquilos, casi reverenciales, que te hacían esperar algo más, te preparaban para ese clímax inexplicable, para ese mágico instante en el que volabas hacia otros lugares, en el que la música te transportaba en sus alas hacia paisajes en los que nunca habías soñado o anhelado. Esos momentos tranquilos, casi reverenciales, te preparaban para ese volátil segundo en el que el corazón se te salía del pecho mientras duraba la sucesión de golpes fuertes, que después de un tiempo acababan para dar paso de nuevo a la cadencia baja, a los sonidos leves medidos hasta el extremo... Esos sonidos leves, que te hacían anhelar otra vez esa cadencia rápida, alta, fuerte, de una manera casi ansiosa, medio desesperada, medio...

Y te encontrabas mirando hacia el frente, hacia el escenario, con ganas de que se volviera a alzar esos sonidos altos que hacían rebotar los parches de los tambores; esos sonidos con energía, tan vitales, fuertes, altos, que tu corazón parecía enmudecer, que tu mente se quedaba en blanco; sólo funcionaban tus oídos y tu mente, todos los demás sentidos embargados y aletargados, relegados a un lado, no importando en ese sublime momento.

La música, los redobles de los tambores, nos tenían a casi todos maravillados. La gente, ―antes parlanchina y habladora, que se revolvía en ocasiones en sus asientos y aplaudía cuando no debía; ignorante de si la canción que se tocaba había terminado o no―, había enmudecido en su mayor parte, respetando casi en su totalidad aquel instante, como hechizados también de algún modo extraño y magnífico. Sólo los niños se oían de fondo en algunos pequeños momentos, durante unos casi ínfimos segundos, ―pero segundos que rompían la armonía de la música, segundos que ahogaban las notas primitivas de los tambores, enmudeciéndolos sin conmiseración ninguna hacia nosotros, pobres espectadores que perdíamos esos pequeños instantes de música. Segundos ajenos a la magia que vibraba en el aire, casi tangible― todavía corriendo de un lado para otro en la parte de atrás, final, de la sala, donde las butacas habían acabado dejando paso al par de hileras de sillas más sencillas, más simples, más alejadas del escenario donde se producía la magia. Sólo los niños correteaban de un lado para otro y reían en ocasiones, ajenos a todo, perdidos en sus juegos de infancia.

En la penumbra del pasillo de la pared derecha de la sala, más cerca del escenario que al principio, pero más alejada que justo unos instantes antes, yo retrasaba mi marcha de aquel lugar esperando a la conclusión del redoble de los tambores, pero no siendo consciente en realidad de aquello tenía un final, uno que llegaría más pronto que tarde. Estaba extasiada con la música, con el redoble de los tambores, con la fuerza con la que esas baquetas de madera golpeaban su superficie, transportándome, mientras soltaban sus sonidos fuertes, altos, enérgicos, a otras épocas; evocándome casi imágenes, pensamientos que corrían por mi mente –deslizándose fuera de mi alcance al segundo siguiente–, mientras miraba fascinada cual pajarillo inocente, indefenso, atrapado por los ojos del cazador hábil, que jugaba con él antes de permitirle la libertad y soltarlo de nuevo, asegurándose en el proceso, sin embargo, de dejarle una marca imborrable en el alma.

Me evocaban imágenes, sí; pensamientos de otras épocas; sensaciones que se enredaban en mi corazón y en mi alma, rozando la superficie ―la superficie de mis profundidades, ésas profundidades ocultas, inaccesibles; la superficie de mis secretos más largamente ocultados, ignorados a sabiendas―, pero con sus zarcillos elaborados de espirales de humo y niebla intangibles profundizando por debajo de la piel externa, enredándose, incrustándose más profundo, dejando huella, dejando sensaciones huidizas que se escapaban de mi alma y de mi mente como se escapa el agua fresca, límpida de un río, entre los dedos. Y escapaban, sí, igual que lo hacía esa agua, esa realidad primitiva, bella, que no puede ser contenida, no puede ser dominada totalmente, sólo admirada desde cerca o desde lejos con profunda reverencia, sabiendo que permanecerá por mucho más tiempo que cualquier criatura mortal.

Era algo que parecía no haber conocido un principio y que no conocería un final, que no había nacido ni que nunca moriría, algo que se había acercado a la humanidad y que los hombres habíamos intentado hacer nuestro desde el respeto, desde el sobrecogimiento, la reverencia, la profunda admiración, pero era algo que tenía más poder, más fuerza, más vida, de alguna forma, que cualquiera de nosotros, que todos nosotros juntos.

Era un música, unos redobles de tambores, que me evocaban otras épocas, sensaciones y casi imágenes de cuando la humanidad era joven, de cuando por las noches los humanos nos escondíamos y acurrucábamos al lado del fuego, temerosos de lo que había más allá de la seguridad de la luz de las llamas; temerosos de la naturaleza primitiva, salvaje, bella, sabia, compleja en todos sus matices, que nosotros no éramos capaces de comprender. Me evocaba casi imágenes formadas, con cuerpo, de esos momentos pasados, con la luz del fuego brillando, iluminando hasta donde podía, y la certeza que anidaba en nuestros corazones de que los lobos y otras criaturas esperaban fuera de nuestro alcance, mirándonos con ojos brillantes en la oscuridad ―para ellos clara― de la noche. Mirándonos con un deje de curiosidad, de sorpresa, como si fueran ellos los padres y nosotros los niños, como si nos estuvieran viendo desarrollarnos y crecer delante de sus propios ojos, que brillaban con una sabiduría y una comprensión antiguas, sin límites...

Me recordaban al poder de la naturaleza, a la aparente sencillez con la que todos los seres vivos se mezclan en su hábitat natural y a la armonía que parece hallarse en ellos, en ese estado natural de las cosas, donde todo tiene su justificación, su porqué, donde los conceptos artificiales de bien y mal no existen; donde todo se desarrolla según unas pautas y con unos objetivos, y, sin embargo, a nadie se le escapa esa belleza intrínseca que se palpa en el ambiente. Me recordaban, a esa vida salvaje en comunión con la verdadera esencia de las cosas, con la verdadera esencia de quién y qué era cada uno, donde no había mentiras, no había negación de la realidad, donde sólo están aquellos que viven y aquellos que mueren, unidos, íntimamente enlazados, en un ciclo eterno.

Me recordaban otra época, en la que no éramos cazadores, no presas, sino ambas cosas, una época en la que vivir en comunión con la naturaleza no era una opción, era una realidad, y donde no era, desde luego, un estorbo, un inconveniente. Una en la que la fragancia de la naturaleza estaba impregnada en nuestros corazones y en nuestros ánimos, en nuestras almas; una en la que, fundamentalmente, los olores en su mayoría putrefactos del “desarrollo”, del avance a cualquier coste, del egoísmo y el engaño, del individualismo desbordante y despótico, no ahogaban o enterraban, bajo capas difícilmente alcanzables, a la verdadera naturaleza de las cosas.

Tambores. El sonido de tambores. Era magnífico, sublime, precioso. Era algo que escapaba a la compresión ―racional― de las cosas, algo que sólo podías esperar experimentar alguna vez en todo su esplendor, algo que no podías poner en palabras de la forma exacta, que no podías expresar aun alcanzando su esencia, aun llegando a rozar el mismo núcleo de su ser. Era salvaje, pero no en el sentido de brutal, de daño, de falta de control, ―aunque sí quizá esto último, según de la forma en la que se mirara― sino que era salvaje en el sentido de que no podía ser domesticado, sometido, reprimido, maltratado, sojuzgado, y, de ningún modo, podía ser ignorado.


Y, en uno de esos instantes en los que la música, las notas, los acordes, como queráis decirles, como queráis entenderlos; en uno de esos momentos que no son más que segundos estirados hasta la casi eternidad, en uno de esos instantes en los que el retumbar de los tambores, en uno de esos momentos en los que las notas fuertes ―los sonidos― eran más altos, cuando alcanzaban el zénit de su poderío, de su grandeza, cuando tu corazón latía también desbocado, en una carrera sin meta, en un éxtasis sublime, poco racional pero altamente emocional; cuando te regodeabas en la fuerza de los tambores, en su maravillosa cadencia que te evocaba tantas cosas a las que difícilmente, escasamente, podías ponerles nombre; entonces, y sólo entonces, cuando tu alma, tu ser, cuando toda tu mente y tu corazón, cuando todo tú estaba, por fin, al fin de nuevo, en armonía, en sintonía con algo que era más, más que lo simplemente cotidiano, más que lo mundanamente racionalizado hasta la extuanuación, más simple y más complejo al mismo tiempo que cualquier otra cosa con la que te encuentras a diario, entonces, se terminó.

Callaron los tambores, haciéndose el silencio, la calma, con su magia tejida en delicados y finos hilos de bruma y sueño, de esperanzas y saberes largo tiempo olvidados todavía permaneciendo en el espacio cerrado, en el aire de la sala de aquel teatro, durante unos cuantos instantes más, como no queriendo del todo marcharse sin dejar ese regusto de añoranza, de pérdida jubilosa; ese regusto tenue, volátil, efímero, que provenía de haber presenciado aquel espéctaculo sin igual, tan sorprendentemente inesperado como sublimemente precioso, único.

Callaron los tambores, haciéndose el silencio, la calma; una calma, un silencio, que no hubieras sabido tú, espectador de segunda, que atiendes a estas palabras y crees, sientes, haber estado allí al igual que estuve yo y todas aquellas otras personas, pero que en verdad entiendes y sientes aquella realidad a través de otro ―que atiendes, por tanto, a mi realidad y no a la realidad, si es que realmente hay alguna realidad absoluta y existe algo más que matices de gris y sombras de objetos que directamente no vemos―; tú, testigo de oídas, al igual que yo, no habrías sabido decir con certeza ―¡con la más mínima certeza, de hecho!―, de si era ciertamente bienvenido aquel silencio repentino, totalmente inesperado, o no.

Pero ―y siempre hay un pero―, aún quedaba, en lo profundo de cada uno, en esa fibra casi inalcanzable de forma consciente, el marcado recuerdo de aquellos sonidos, las notas estridentes por su manera de revolverlo todo, de cambiarlo todo en un abrir y cerrar de ojos, en un parpadeo; en esa fibra, aún quedaba, sin lugar a dudas, la impresión imborrable de aquellos instantes, aquel paréntesis imprevisto cargado de emociones y de descubrimientos, de sensaciones y de pensamientos, que habían girado sobre sí mismos en un ciclo infinito, en un infinito cíclico, hasta que se descubrió que, efectivamente, la serpiente había mordido al fin su cola, que siempre la serpiente mordió la cola, y que siempre, inevitablemente, la morderá.

Enmudecieron, y todo pareció seguir su curso de nuevo, y pareció retomarse la vida y volver a ponerse en marcha el reloj del tiempo, indiscutiblemente parado durante aquellos segundos no contabilizados que se habían escapado del reloj de arena, seguramente deslizándose por entre sus granos de fina y suave arenisca, eludiéndola para luego tentarnos a nosotros, pobres y simples mortales que olvidaron largo tiempo ha su origen y su propósito, que vagamos errantes por el mundo buscando las maravillas que con el tiempo hemos olvidado, por azar o por torpeza, o por simple y llana y ciega estupidez humana. Enmudecieron de golpe, dejándonos tambaleantes, medio agonizando de pérdida e incredulidad, puesto que nos habían hecho olvidar por completo todo; puesto que nos habían envuelto en su maraña de intrincados laberintos de los que no habíamos podido, ni querido, encontrar la salida ni la lógica que guardaban. Enmudecieron, pero, y siempre hay un pero, en nuestras profundidades semi-insodables, tambores. El sonido de tambores.
 

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