El duelo (Primera Parte)
Bueno, aquí os dejo el principio de mi relato corto titulado "El duelo". Y digo "principio" no porque no esté acabado (menos mal), sino porque, como me ha parecido demasiado largo para ponerlo todo de golpe, lo pongo en dos partes. Las entradas entradas programadas, así que, mañana sin falta, el desenlace de la historia. ¿O era el principio de otra? :D
El
duelo
Fuego.
Ira. Dolor. Un instante que se convierte en una eternidad... Y,
entonces, –todo– estalla. Un grito desgarrado de dolor, lleno de
venganza. El mortal filo de una espada cayendo, descendiendo como si
fuera el ángel verdugo que ha venido a imponer su propia justicia en
la tierra. El sonido metálico de las espadas danzando en un baile de
una belleza mortal y efímera, rápida como el pensamiento, letal. Un
paso, dos hacia delante, un giro de muñeca, un mandoble vigoroso y
fuerte; un contraataque veloz, y una herida que se abre, sangre.
Sangre
oscura, dolor lacerante, y sentimientos descontrolados a flor de
piel. Odio, asco, sed de revancha en el aire; ganas, ansias, de
infligir sufrimiento. Regocijo amargo. Y el poder que fluye por las
venas con el aleteo rápido de las pulsaciones cardiacas, de los
corazones desbocados en una carrera sin freno. La percepción de
poderío, de forzar el cuerpo al máximo, de la adrenalina corriendo
por las venas, de sentirte vivo, más vivo que nunca. La escapatoria
de poder descargar toda la rabia que consume la mente y el cuerpo en
golpes poderosos, peligrosos. La impresión de ser, por un momento,
un ser grandioso, invencible, intocable; de poder conseguir
cualquier cosa imaginable.
Y,
entonces, en ese momento de potencia sin restricción, sin barreras,
se produce el cambio. Por fin, el tan esperado error garrafal. El que
decide un combate igualado, el que delimita la frontera entre el
victorioso, aquel que sale vencedor, y el vencido; entre el que vive
y el que perece. Ése que muchas veces es sólo cuestión de simple
suerte. Ése que parece nimio, poco importante, pero que marca
definitivamente la diferencia. Una mala decisión en un momento poco
propicio, tal vez un tropiezo o un traspiés infortunado, una súbita
vacilación momentánea, y estás fuera de juego.
El
cuerpo del guerrero caído en combate se desplomó como si fuera de
pronto una marioneta a la que le habían cortado las cuerdas. La
fuerza del golpe lo dejó tendido, desmadejado, sin vida, en el
pavimento oscuro, húmedo y sucio, de la estrecha y sombría
callejuela en la que había tenido lugar el encarnizado duelo sin
cuartel.
–¡Hijo
de puta! –exclamó lleno de cólera el vencedor. El tono impersonal
y frío que habría querido utilizar se vio, sin embargo, teñido de
una animadversión tan profunda y una repulsión tan completa que a
duras penas se podían calificar de imparciales los piropos que
salían de su boca. Ni por el tono, ni, por supuesto, por la forma–.
Púdrete en el infierno de donde saliste, maldito cabrón.
Mientras
decía estas crudas palabras intentaba controlar la desesperación
que lo embargaba y la impotencia, la sensación de que aún
habiéndose vengado, el vacío que corroía su alma seguía ahí,
intacto, donde siempre. Un dolor en el corazón y en el alma. Decían
que la venganza era un plato que se servía frío, pero él pensaba
que, en realidad, lo que nadie decía era que la venganza en sí
misma no cambiaba nada. No te hacía sentirte más capaz de controlar
la furia, con menos dolor, no te quitaba el sufrimiento ni te hacía
dormir por las noches, cuando no podías conciliar el sueño porque
te martirizabas por no haber sido lo suficientemente atento para
darte cuenta de que lo que estaba ocurriendo a tu alrededor con las
personas a las que amabas. O de haber sido lo suficientemente rápido
para poder reaccionar a tiempo y haber cambiado la situación.
No,
eso la venganza no te lo daba. Si acaso, te daba la tranquilidad de
saber que el capullo responsable de la muerte de tu familia y de tus
seres queridos ya no volvería a caminar por este tenebroso mundo. Te
daba la seguridad de que habías visto su muerte con tus propios
ojos, que, incluso, tu habías sido el causante de ella, y que, por
tanto, podías de algún modo decir que se había equilibrado la
balanza. Pero eso era una idiotez, una ingenuidad, como una catedral.
¿Quién
podría decir que eso te compensaba? ¿Lo hacía, realmente? ¿De
algún modo especial y retorcido? No en realidad. A fin de cuentas,
tú seguías habiendo perdido a personas que valorabas, que
estimabas. Que pudieras decir: “al menos he hecho todo lo que he
podido. Me he vengado”, no era la solución a tu problema interior.
Eso no te quitaba la rabia, no te quitaba las ganas de autocastigarte
por tu ceguera, por tu falta de intuición, de no haberte dado cuenta
de que había cosas que sucedían a tu alrededor en las que no
reparabas, que estaban ahí todo el tiempo pero que en las que tú no
fuiste capaz de reparar ni una sola vez. No te impedía seguir
autoflagelándote porque no te paraste a reflexionar por un instante,
y a ver, y
no
sólo a mirar,
simplemente.
No, todo eso no te lo daba la venganza. Ni siquiera se acercaba.
La
sensación de haber cumplido con el objetivo que te habías impuesto,
aunque ése objetivo fuera quizá erróneo, fruto de la desesperación
surgida del dolor profundo; la satisfacción de haber cobrado esa
deuda que creías haber contraído por alguna estúpida razón, esa
misma deuda que te corroía el alma y nublaba la razón, no eran
suficientes. No lo eran. Ni ahora, ni nunca.
Con
esos pensamientos agónicos se propuso a limpiar la zona de cualquier
rastro en la zona que pudiera incriminarle en el asesinato que había
cometido. Tapó primero el cuerpo magullado, golpeado, cortado y,
ahora, sin cabeza, con unos cartones y algunas sábanas viejas que
había detrás de unas bolsas de basura, cercanas al contenedor de la
esquina de aquel callejón o recoveco de mala muerte, y se fue a por
la garrafa de gasolina que guardaba en su furgoneta, aparcada a no
más de dos manzanas del lugar del suceso.
Se
alegró sobremanera de haber reconocido con anterioridad toda aquella
zona poligonal llena de naves viejas y abandonadas, y de haberse
asegurado de que las pocas cámaras de seguridad que había en
algunas de las fachadas de los recintos estaban inservibles y no
funcionaban. Y, también, de haber hecho algunos movimientos...
vitales, para asegurarse de que, si finalmente tenía suerte en el
acecho a su objetivo y conseguía atraerlo hacia donde quería y
acorralarlo, nadie encontraría el cadáver demasiado pronto y
empezaría a investigar. O, al menos, no hasta dentro del suficiente
tiempo para que llevara a cabo lo que tenía que hacer.
Cuando
regresó con la gasolina, introdujo el cuerpo en el contenedor, los
cubrió a los dos con gasolina, introdujo parte de la basura en el
interior, y sus prendas manchadas de sangre que previamente se había
cambiado en la furgoneta, y le prendió fuego a todo.
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